sábado, 20 de abril de 2013

13 de octubre. Cañaveral-Galisteo (28,2 km)

Fue terrible el despertar en Cañaveral. En primer lugar porque hay mucho ruido. Toda la gente que ha venido a cazar se mueve por los pasillos y en los bajos del hostal hay un bar bastante ruidoso. Por otra parte, mis pies están muy hinchados y duele una barbaridad. La suela de los tenis blanquitos que compré ayer, es como de broma. Apenas puedo dar un paso. Con mucho disimulo, porque odio que me miren con compasión los habituales observadores locales, bajo al bar y me tomo un cafecito.

La mañana está preciosa y avanzo, muy trabajosamente por la salida de Cañaveral, que con sus talleres y naves, podría ser la de Güímar, La Victoria o cualquier otro lugar. Mi guía advierte de que me voy a adentrar en uno de los tramos más solitarios de la Vía de la Plata. Apenas encontraré donde comer o beber, me imagino lo que me va a costar encontrar unas buenas botas por aqui. Es más, mi guía se regodea diciéndome que "ni en la época romana, este tramo de vía estaba tan desatendido como ahora". Bonito panorama.

A unos metros de la salida de Cañaveral, y después de equivocarme un par de veces (con lo que me duelen los pies), encuentro por fin la vía, que sube una ladera empinadísima con pinos. Hay una ermita de San Cristóbal y le rezo en serio porque estoy asustado con las patitas de esta manera y él gobierna los caminos. El punto más alto de la loma se llama el Puerto de los Castaños. La bajada por el otro lado es más agradable. Hay un bosque de alcornoques realmente espectacular, con mucha hierba y árboles enormes. A la mitad de camino, como es normal por aqui, un puticlub. Cuando pasan un par de horas, el dolor de los pies se vuelve soportable y casi me olvido de él. Hay que abrir y cerrar cientos de portillas que encierran el ganado. Es maravilloso que prácticamente todos los peregrinos cumplen con esta norma tan importante y sin la cual, se perderían muchas cabezas de ganado. Sin darme cuenta, paso por debajo del pequeño pueblo de Grimaldo, al que apenas veo con lo frondoso del bosque. Hay mucha gente cazando y esto acojona un poco. Se me va la cabeza pensando por la monotonía del camino. Todo el tiempo voy entre dos alambradas que apenas dejan en medio el ancho para la vía, ¡que en muchos casos presenta el empedrado original romano! Se oyen tiros por todos lados y eso no es muy tranquilizador. Estoy realmente hecho polvo hoy. Si paro a descansar, aprovechando alguno de los plintos que marcan la Vía de la Plata, parece que los pies se hincharan como un air bag y vuelven a doler, asi que no paro. De remate para la faena, hay muchas moscas hoy, que se posan en mis ojos, en el sudor, en la boca. Voy todo el tiempo manoteando y a veces hay más de una mosca en mis narices. No es por exagerar, pero tambien hay mucho, mucho calor.

Finalmente, el camino empieza a bajar de la montaña en unas cuestas pronunciadas y veo Galisteo, mi meta de hoy en la parte de abajo de las cuestas. Tengo hambre y me duelen los pies hasta "decir ya está bueno". No acabo de entender porqué a medida que me acerco a Galisteo, con el calor, mis pies reventados, mis moscas y mi hambre, no veo su famosa muralla, hecha de cantos rodados. La explicación viene algo más tarde en forma de señal explicativa: no estoy en Galisteo, realmente estoy atravesando Rio Lobos. Rio Lobos no tiene ni un bar abierto.

Con resignación cristiana, cruzo Rio Lobos y entro en una llanura inmensa. No tengo ni la más remota idea de donde está Galisteo. Toda la llanura, que fue una zona de colonización durante el franquismo, está plantada de tabaco y millo. De vez en cuando, enormes naves para el secado del tabaco. A mi lado, gandulea un rebaño enorme de ovejas. Si tuviera otro humor, le vería lo bonito. En medio de la nada, está la ermita de ¡Nuestra Señora de la Argamasa!. No tengo humor ni para acercarme a verla. En medio de un descampado, un matrimonio mayor de peregrinos extranjeros componen una estampa idílica. Acaban de almorzar y se están marcando una siestita, acostados dulcemente en la hierba. Cuando repita esta peregrinación, dentro de muchos años, quiero que sea así. Llegando, ahora si, a Galisteo, cruzando enormes llanos sembrados con enormes paneles solares que se orientan solos hacia el sol, crujiendo y haciendo un ruido estremecedor, me dan unos vahídos que me hacen creer que no llegaré a la pequeña ciudad de Galisteo. Un poco antes, cruzo sobre el famosísimo río Jerte, en medio de un grupo de olmos precioso. Justo en la puertade la ciudad, en una rotonda, que está plantada ¡de alfalfa! me encuentro con un hombre que la está segando para los animales. Le digo que debe ser la rotonda más práctica de todo España, pero el hombre no le ve la gracia. La cuestecita que lleva a la muralla de Galisteo, que es efectivamente una maravilla, me parece como si subiera mismamente a Los Pelados.

Galisteo está dormido bajo el calor de la tarde y yo, sentado en la plaza mayor, me bebo más de una botella de agua. Busco el albergue que está cruzando toda la ciudad y, desgraciadamente, bajando otra cuesta similar por el otro lado. A pesar del cansancio y todo lo demás, me quedo maravillado por el casco de Galisteo. El albergue es estupendo y la hospitalera, que lo tiene en concesión administrativa dada por el Ayuntamiento es superamable. Cuando me quito los tenis, hay una conmoción entre los peregrinos que ya están llegando o han llegado antes que yo. Por lo visto mis pies están bastante horribles de ver. Aqui están Pete, Manolo, Vito y la romántica pareja de franceses, que además hablan perfectamente el español. Hay una guiri enferma que pretende dormir con su perro en la habitación y eso no le gusta nada a la hospitalera (ni a mi).


Duchado y en cholas, subo de nuevo al casco de Grimaldo y compro provisiones para el día siguiente y nos damos un homenaje de cerveza fresquita en los bares de la plaza. Para comprar hay una venta de ultramarinos carísima con una vieja gruñona. La costumbre de Peter, como la mayoría de los extrajeros de comprar, por ejemplo un plátano, una mandarina o una manzana, no le  hace ninguna gracia. En la plaza hay un montón de paisanos jugando a la baraja. Se me olvida el dolor y estoy feliz feliz de haber llegado a mi destino. Cenamos en un bar al ladito del albergue y con Manolo y Vito, echamos unas risas. De nuevo en el albergue, dándome todas las cremas que me ofrecen los peregrinos, la hospitalera me trae de regalo unas botas nuevas y sin usar de su hijo, pero como tienen un refuerzo metálico interior, no me atrevo a ponermelas. No tengo ni idea de lo que va a pasar mañana, pero para motivarme más, la tele avisa que va a llover.

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